martes, 20 de diciembre de 2011

CUANDO ME ENSEÑÓ EL CONEJO NO SUPE CÓMO REACCIONAR

Dicen que todas las historias empezan con una persona llegando a un lugar..., 

- ¡Qué sano es el campo, Antonio, qué sano es el campo! -me decía mi madre cada vez que iba a visitarla- ¡Pero hijo, dame un beso, mua mua, no sabes lo a gusto que estoy aquí, qué bien se vive, qué bien se respira...!
- Me alegro mucho, mamá
- ¡Y la comida! ¡Qué bien se come! ¿Sabes lo que te he preparado hoy?
- Pues no
- ¡Conejo! ¡Éste!

Cuando me enseñó el conejo no supe cómo reaccionar.

- Comida sana, hijo, comida sana. Natural. Comida natural. En un par de horas está listo.

Así que me fui a dar una vuelta por el pueblo. Nada había cambiado: la misma gente, las mismas calles embarradas, el mismo olor recio y agrio. Había casas que se caían de puro viejo y el puente de madera, sobre el arroyo delgado y cenagoso, daba lástima cruzarlo. No lo hice. Di media vuelta. Años atrás había jugado en aquellos parajes, en aquellas callejuelas. En la puerta de la iglesia perdí mi primer diente, en la plazuela del bar de Tomás me dijeron que mi abuela había muerto. Yo no sabía lo que eran los muertos. Tan solo que no vuelven. Y lloré. Lloré de una forma extraña y nueva para mí y, al terminar, supe que ya no era un niño. Aquel pueblo atraía a todos mis demonios. Si iba era por mi madre, la pobre, que había decidido morir allí como todas las mujeres de su estirpe.

Aunque intentaba caminar al azar por las cuatro calles ignotas de aquel pueblo ya sabía de antemano a dónde iba a ir a parar. Me detuve frente a la puerta de la casa de Carmen, mi primera novia, y me quedé un rato mirando sus ventanas, su balcón. Había ropa de niño tendida. Me quedé un tiempo indefinido pensando, absorto, en lo idiota que fui aquella noche. Luego decidí no torturarme más y volví al regazo de las faldas de mi madre.

Mi madre. La recordé como cuando era joven: joviel y fuerte, siempre de buen humor. Algo le quedaba de aquello, pero ahora estaba casi ciega y, aunque conservaba su gracia, se le notaba un velo de nubes negras en el rostro. Vieja, vivía sola en compañía de un gato parduzco, esperando a la muerte, o a la visita de alguno de sus dos hijos. Yo nunca iba, bueno, este fin de semana sí. Por primera vez en varios años. Y sospechaba que esta ocasión tal vez sería la última.

- ¡Hola mamá! ¿Qué tal tu gato, dónde está, te hace buena compañía?
- Sí, hijo, sí... Por ahí andará, por ahí andará...
- ¿Comemos?
- Claro, siéntate hijo
- Huele muy bien
- ¡Ja, ja! Ya sé yo lo que te gusta a ti el conejo... Mira, ahí está Rufo, se ha pasado maullando toda la noche... ¡Rufo!...¡Rufo!... ¡Ven aquí!... ¡Rufo!...Mira quién está aquí, mira quién ha venido a vernos... Vamos, ¡aupa! Mira, dale un beso...

Cuando aupó el animal hasta mi cara y me enseñó el conejo no supe cómo reaccionar. No dije nada.

Comimos.

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