domingo, 7 de julio de 2013

NO TENGO PACIENCIA CON LOS MONSTRUOS MARINOS

Yo no es que sea seguidor de las modas, pero cuando todo el mundo habla de algo te pica la curiosidad y te apetece investigar a ver de qué va la vaina. No quiero con ello justificar que esté enganchado al programa "Masterchef" ni que me haya bajado de internet hace un rato la cuarta temporada de "Juego de tronos". Nada de eso. Pero sí que tal vez por ello la tragedia del Costa Concordia fue el impulso definitivo para que me animara a embarcarme en un crucero. Yo, que lo más que había surcado hasta entonces habían sido las carreteras comarcales de La Mancha cuando trabajaba de matón en aquel club de carretera de Almagro...

El caso es que allí estaba, en el puerto de Almería, dispuesto a pasar seis días y siete noches recorriendo los puertos más sórdidos del Mediterráneo. La primera noche no estuvo mal: el "todo incluido" hace que no recuerde nada y que el segundo día me lo pasara encerrado en el camarote con una resaca terrible, propia de mares mayores.

Al tercer día decidí salir a ver qué ambiente había por ahí. Tal y como pensaba ya se habían producido las primeras peleas y altercados, y grupos de padres de familia merodeaban alrededor de los chiringuitos buscando bronca. Así que decidí pasar las primeras horas de la noche bebiendo mojitos y mirando abstraído el negro horizonte marino desde la popa del barco.

Estaba así, mudo y somnoliento, cuando de repente escuché un fuerte golpe a unos metros de mí. El mar estaba un poco agitado, el oleaje de la marejeda me salpicaba a veces en la cara, y un bulto amorfo se revolvía ahora sobre la cubierta, como salido de la nada. Tuve miedo. Aquello parecía peligroso y no me atrevía a acercarme, sin embargo, los gritos lastimeros que emitía la cosa me atraían sin remedio hacia aquel ser. Parecía herido, aunque su enorme volumen le había ayudado a amortiguar el golpe y sobrevivir al fuerte impacto.

La curiosidad puede más que el miedo, así que sin poderlo remediar puse la mano sobre lo que parecía su vientre. Era cálido y blando. Emitió un ronroneo. Me acerqué más.

- Antonio... - gimió. - Yo me retiré asustado: ¿cómo sabía mi nombre? ¿qué era aquello?

- ¡Antonio, ayúdame!

Su voz era espantosa, horripilante, mezcla de grito chillón y aullido ronco. No respondí.

- ¡Antonio! ¡Ayúdame, soy yo!
- ¿Quién eres?
- Nos conocimos hace un par de días, ¿no me recuerdas?
- No
- El día de los chupitos de bienvenida
- No, no recuerdo
- ¡AYÚDAME, COÑO!
- ¿Pero quién eres?
- ¡AYÚDAME GILIPOLLAS!

La verdad es que la escena era terrible, aquella criatura inmensa o lo que fuera me estaba sacando de quicio, y la verdad es que no tengo paciencia con los monstruos marinos. No pude ver los documentales de Cousteau hasta los dieciséis, con eso te digo todo.

Así que salí corriendo, necesitaba otro trago. El único problema era que el único bar abierto a esas horas era el de la piscina de la cubierta de proa, al otro lado del barco. Cuando llegué, fatigado por la carrera, empecé a recordar cosas. Aquel era el antro en el que me había emborrachado el primer día de viaje, o eso me parecía. Una idea ominosa, aunque de momento desconocida, empezaba a rondarme por la cabeza. No me acordaba del todo, pero sí, allí había conocido a alguien. Alguien que no sé por qué insistía en que fuera a ver su espectáculo de no sé qué acrobacias o algo así. Incluso ahora creo que aquella persona nebulosa me había emborrachado a propósito para que aceptara acudir a aquella estupidez. Un momento. Ahora que lo pienso creo que incluso me acompañó a mi camarote, ya que al final de la noche creo recordar que apenas podía caminar sin tropezar. ¿Puede que se metiera conmigo en la cama? ¡Sí, creo que sí! ¡Si es que no sé beber! ¡Ay, dios, que eso explicaría el estado del cuarto de baño al día siguiente! ¡DIOS!

Todavía incrédulo por mis recuerdos repentinos me acerqué a una barra junto a la piscina donde se estaba celebrando la supuesta fiesta. Y digo supuesta porque allí lo que había era gente enloquecida, gritando, corriendo hacia todos lados. Las mujeres lloraban, los niños reían. Un caos total.

Sobre el mostrador principal lucía un cartel que decía "Famosos saltan al agua" y, justo debajo, mojito en mano, se acodaba en la barra el capitán. Hacia él me dirigí:

- Buenas noches, mi capitán, ¿qué ha sucedido?
- El gilipollas de Falete, que se ha pasado de frenada, ha rebotado en el trampolín y ha salido despedido por la ventana de enfrente... ¿Unos chupitos, Antonio?

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